Se despertó poco a poco, sin prisa, pero no movió ni un solo milímetro de su cuerpo. Tampoco le apetecía, aunque sabía que en algún momento tendría que abrir los ojos. Mil frases se antojaban pasar por su cabeza, mil imágenes, mil anécdotas. La luz empezaba a molestar aun con los ojos cerrados, y los ruidos iban tomando forma. Recordó que hoy iba a hacer un buen día y no tenía obligación alguna, pero no era suficiente para animarla a levantarse. Un minuto, dos, tres. Empezó a darse verguenza cuando escuchó que la gente en la calle ya había comenzado ese día horas antes que ella, así que resignada abrió los ojos. Se incorporó poco a poco, mentalizándose que no tendría que ser tan malo como lo estaba pintando, sabiendo en el fondo que era una vaga excusa para salir de una vez de esa maldita cama. Se tocó el pelo pringoso, ¿Qué haría ayer?, se dió cuenta que necesitaba una ducha. El agua empezó a caer con violencia por su cuerpo desnudo, lleno de heridas y moratones que obviamente ella no se acordaba, pero que ahora le dolían todos y cada uno de ellos. Cada lunes le afectaba menos aquella sorpresa de dolor y se replanteaba más su vida. Debería dejar de beber, de irse con cualquier hombre que la mirara de arriba abajo dos veces seguidas. Intentó concentrarse y recordar el aspecto del que conoció ayer, o quizá él la conoció a ella. ¿Era rubio? ¿o ese era el del viernes? Lo que sí recuerda es como ninguno estaba cuando ella se despertaba. Pero eso ya no le afectaba, no podía permitirse el lujo de la melancolía. El agua pasó de caliente a fría derrepente y eso indicó el final de la ducha. En ese momentó se replanteó arreglar la caldera, pero su bolsillo no estaba dispuesto y tampoco era de gran urgencia ya que solo lo usaba ella. Se vistió de calle, era ya tarde, las 8. Nunca se arreglaba más de la cuenta, ni se compraba tacones caros. Se efundó sus vaqueros caídos y una camiseta verde de tirantes. Su pelo sin flequillo estaba casi seco: lacio, largo, claro. Le rozaba suavemente la cintura mientras se pintaba los labios rojos, y sus ojos marrones, tan corrientes, llenos de dureza. No sabía donde acabaría exactamente, pero siempre empezaba por aquel bar de la esquina. Salió de casa cuando el sol se volvió a esconder. "Parece que se asusta de mi", pensaba.